Siempre
que mi hermano y yo jugábamos a los superhéroes me obligaba a hacer de malo.
Alguien tiene que hacer de malo. Lo que no entiendo es porqué tenía que hacer
yo siempre ese papel, no lo sé. Verdaderamente no lo sé. Será porque Damián,
él, mi hermano, sólo pudo hacer algo bueno por la gente “en peligro” cuando
éramos chicos y encarnaba a los superhéroes del momento y a los de otras épocas
también, aunque menos. Lo hacía con mucha pasión, creo que era lo único que lo
motivaba realmente. De todos modos no me aburría jugar siempre a lo mismo, yo
era su único amigo. Había dejado la escuela, mamá siempre decía que no le daba
la cabeza, que era igual a mi papá. No lo podría afirmar porque no me acuerdo
nada de él, se fue cuando recién nací, tal vez antes, nadie me confirmó esa
fecha nunca, muchas contradicciones, en un punto de mi corta existencia ya no
quise averiguar más y no volví sobre el punto jamás. Damián en el barrio
tampoco había hecho muchas migas con nadie por una vez que se contagió piojos y
se los pasó a los demás: “Damián, el
piojoso” le había quedado. Cada vez que lo oía, que murmuraban eso, que le
gritaban su sobrenombre, como que se le saltaba la térmica y los cagaba a palos
a todos, hasta a los padres de los pibes, sacaba una fuerza terrible, de
superhéroe justamente.
Tenía
un talento especial para hacernos los trajes, mientras yo iba a clases, él se
quedaba inventando sus historias y cosiendo capas, botas, pantalones, gorros.
Creo que pedía ropa vieja en la iglesia para adaptarla. Usó un tiempo una
máquina Singer del año del ñaupa que había sido de mi abuela, la madre de mi
viejo. Quedó arrumbada por ahí, era usada de mesa de televisor. Damián la
descubrió un día, la limpió toda, la aceitó y la hizo arrancar. Funcionaba
todavía. Todo eso habrá sido hasta que tuvo 10 años, después disminuyó porque
salía toda la tarde a cartonear, llegaba cansado, a veces ni llegaba. Cada vez
que nos cruzábamos me decía que teníamos que vernos para jugar a los
superhéroes. Yo lo esperaba pero muchas veces se quedaba dormido o llegaba a
cualquier hora y el que estaba dormido era yo.
Un
verano estaba leyendo debajo de un árbol unos libros que me habían prestado de
la biblioteca de la escuela y llegó con una pibita, fea la pibita. Se llamaba
Ludmila, un nombre de porquería. No me cayó nada bien. Él quería que jugáramos
los tres, le había hecho un traje de chica superpoderosa. Se hacía la linda,
pero de linda no tenía nada, ni el pelo, ni los ojos, ni el cuerpo, era bien
fea. Damián andaba raro, medio boludo. Ahora me doy cuenta que capaz que se
había enamorada de la tal Ludmila. Pendeja fiera. No sé de dónde la había
sacado, de un basural probablemente porque parecía que hacía como dos años que
no se pegaba un baño. Después me contó que la había conocido cartoneando, que
la tuvo que defender porque la estaba corriendo el padre con un cinto no sabe
porqué, pero si la agarraba la hacía mierda, sacadísimo estaba el viejo, medio
borracho o borracho del todo. Damián la metió en el carro y se agarró a
trompadas con el tipo, casi lo mata, parece que los tuvieron que separar porque
lo tenía agarrado de la garganta con el cinturón, paraguayo era el tipo.
Cuentan que gritaba como un chancho a punto de ser degollado.
Ese
verano fuimos los tres superhéroes: Damián, Ludmila y yo que siempre hacía de
malo. Son los mejores papeles, me salían bien, me divertían. Imitaba voces y
revoleaba de lado a lado las capas que me hacía mi hermano. Teníamos todo
escondido en un baldío que quedaba como a dos cuadras de casa, estaba metido en
unas bolsas para que no se arruinara con la lluvia o la mugre. Cuando hacía
mucho calor, nos quedábamos jugando hasta la madrugada, cuando ellos volvían, a
veces no volvían y estaba yo solo esperándolos con las cosas. Los esperaba como
hasta la una, una y media, si no llegaban para esa hora, me iba a dormir. Me
acuerdo que hacía mucho calor, en realidad casi no se podía dormir. Será por
eso que ellos no volvían, nunca me decían dónde se quedaban, yo tampoco
preguntaba demasiado. A veces pasaba una semana entera y aparecían. No más de
eso.
El
verano terminó y no vinieron más. No sé qué pasó. Comenzaron las clases y
arranqué con quinto grado. Salía a las cinco y media después que nos daban la
merienda, siempre que ningún desacatado del barrio no desvalijara el comedor de
la escuela o no mandaran las cosas para que las maestras nos cocinaran algo. Cada
tarde iba para el baldío a ver si encontraba a Damián o a la novia esa que se
había ligado. Nada. Ni señales. Le pregunté a mi mamá y se encogió de hombros,
a ella nunca le importó demasiado, menos ahora que se había juntado otra vez
con mi padrastro. Me dijo de nuevo que no le daba mucho la cabeza, que se
habría metido en algún quilombo y habría terminado debajo de las ruedas de un
camión o en un instituto. No le pregunté más.
En el invierno me llevé los trajes,
revisé la bolsa y no faltaba nada. Los guardé debajo de mi cama esperando en
cualquier momento usarlos y hacernos los superhéroes, yo siempre era el malo. Pero no los saqué más
de ahí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario